lunes, 26 de julio de 2010

Gritos de Desesperación...

21 Saliendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón.
22 Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región clamaba, diciéndole! Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.
23 Pero Jesús no le respondió palabra. Entonces acercándose sus discípulos, le rogaron, diciendo: Despídela, pues da voces tras nosotros.
24 El respondiendo, dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
25 Entonces ella vino y se postró ante él, diciendo: ¡Señor, socórreme!
26 Respondiendo él, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.
27 Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
28 Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora.


Mateo 15:21-28
(Mr. 7.24-30)

Los discípulos mostraron incomodidad por causa de la mujer que perseguía a Jesús, pidiendo a gritos socorro para su hija. El comportamiento de esta mujer resultaba inapropiado para un lugar público, lo cual seguramente molestaba al puñado de hombres que acompañaban al Maestro de Galilea. Creo, sin embargo, que también podemos identificar en los discípulos la misma incomodidad que nos produce la presencia de otros que manifiestan más pasión que la nuestra, incluso, a pesar de que esa pasión, a nuestros ojos, esté mal expresada.

En esta pasión quisiera que nos concentráramos en la reflexión de hoy. Sin duda, la desesperación de esta mujer se relaciona con esa especial dedicación que tienen las madres por sus hijos. Recuerdo haber leído en un diario una nota sobre un hecho asombroso de una mujer que, para rescatar a su bebé atrapado debajo de un auto, levantó el vehículo sin ayuda. La desesperación le proveyó una fuerza que no hubiera podido desplegar en ninguna otra circunstancia. La Palabra afirma que encontraremos al Señor cuando lo busquemos «de todo corazón y con todo el alma» (Dt 4.29). No obstante su vocación, la madre también manifiesta la desesperación de quien ha «quemado sus últimos cartuchos». No sabemos a qué otros tratamientos había recurrido hasta el momento. Lo que sí resulta claro es que la mujer vio en Cristo la salvación para su hija. Seguramente había recibido reportes de los asombrosos acontecimientos que acompañaban el ministerio del hombre de Galilea. Se acercó a Jesús dando rienda suelta a la desesperación que golpeaba contra su corazón, sin considerar por un instante la necesidad de la discreción.

En ese momento encontramos una las escenas más extrañas de los evangelios. Jesús, que en otras ocasiones hubiera atendido su necesidad, siguió caminando serenamente en silencio. La mujer, lejos de desistir, siguió gritando de manera que provocó en los discípulos la incomodidad que hemos mencionado. Frente a la demanda de ser atendida Jesús insistió en negarse: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos» (v. 26). La frase claramente alude a una limitación que el Padre le había impuesto al Hijo: su misión era ministrar a la casa de Israel. Sin necesidad de escudriñar las razones por las cuales se dieron estas directivas podemos ver, una vez más, la absoluta sumisión de Cristo a esta limitación.
Claramente revela que no toda oportunidad que tenemos enfrente para ministrar necesariamente forma parte del proyecto de Dios para nuestras vidas. Observamos que la mujer no se dio por vencida. Lejos de volver a su casa, insistió aún más para que Jesús atendiera a su hija. ¡Es esta insistencia la que hace la diferencia en el reino! La Palabra afirma que encontraremos al Señor cuando lo busquemos «de todo corazón y con todo el alma» (Dt 4.29). La razón por la que está semi-apagada la llama de la vida espiritual en nuestros corazones no es por la intensidad de la maldad que nos rodea sino por la debilidad de nuestra propia pasión. Para aquel que busca a Dios a medias, ¡su experiencia con el Señor resultará a medias!

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